sábado, 18 de enero de 2014

La Segunda Venida

Por: Jesus David Guerra

Tinieblas. Hace horas, desde el final de la tarde, que el servicio eléctrico fue cortado súbitamente sin explicación alguna. En el pueblo de La Gracia de Dios, con cuatro calles y una avenida, cualquier circunstancia fuera de lo común, de lo habitual, resulta excepcional y para algunos aventurados, excitante.

Con tantas horas de oscuridad la gente había decidido salir a las calles, no para averiguar la causa de la falla, sino para conversar, observar el tráfico de viejos carros de antiguas épocas doradas o simplemente contemplar el cielo empañado de estrellas.

Estaba acostado en la cama del cuarto de mi departamento, ubicado en el primer piso de un edificio cercano a la plaza central del pueblo desde el momento en el que se fue la luz, y ahí permanecí hasta bien entrada la noche, mirando hacia el techo, contemplando las aspas detenidas del ventilador. A mi lado estaba una vela que daba luz pero a su vez marcaba tonalidades siniestras de sombras danzantes sobre las paredes de la recamara. Tenía rato encendida y comenzaba a perder vida bajo la llama. La ventana de la recamara, que daba hacia el Este y hacia la única avenida grande del pueblo, siempre estaba abierta, pero esa noche no había brisa alguna que apagara el pedazo de cera que iluminaba mi habitación.

El susurro de la gente en la calle empezó a deslizarse por la ventana de la recamara como un suspiro largo y apacible, rítmico, musical. En mi cabeza había algo más que un ritmo suave y relajante desde hacia algunas horas. La coca tenía efectos más intensos y prolongados.

Dos rayas blancas de polvo quedaban en el cristal rajado que estaba puesto sobre la mesita de noche a mi derecha. Esa misma mesita que en los hoteles tiene pegada una lámpara con pantalla cónica y siempre tiene una Biblia con tapa negra flexible metida en la única gaveta que tiene.

Siempre me pregunte: ¿Quién carajo va a leerse una Biblia en un hotel?. Era algo cínico porque los hoteles, además de estar hechos para dormir una o dos noches, sirven para hacer las maldades mas bizarras que alguien se imagine. Puedes cogerte a tres putas en un hotel, pasarte tres rayas de coca y beberte media botella de ron en minutos y jamás se te pasará por la mente la Biblia en la gavetita de la mesita de noche. Pero si un juego de condones o una Penthouse nueva para animar la fiesta antes de que comience, eso si.

Pero mi mesita de noche no tenía la Penthouse ni la Biblia, mucho menos la lámpara de pantalla cónica pegada a la base para evitar que se la robaran. Hoy solo descansaban sobre ella la moribunda vela, una botella de vodka consumida a 3/4 de su contenido y el pedazo de cristal repleto de “sales aromáticas”.

Mientras viajaba entre riscos montañosos como Superman, y contemplaba nubes de color rojizo en un atardecer acompañado con música de Enigma, los momentos de lucidez me volvían de súbito y me encontraba nuevamente mirando fantasmas de color naranja y negro en las paredes y las aspas del ventilador parado en el techo del cuarto. Luego, Superman con Enya entre las nubes otra vez.
En uno de esos momentos de vuelta a la realidad note que el susurro de la gente en la calle había dejado de ser tal y se había convertido en un bullicio desentonado, heterogéneo en sus tonos y timbres, marcado por gritería de niños jugando, cuchicheo de viejas, y compases dispares de bocinas de carros, todo inmiscuido en un zumbido perenne como de un panal de avispas enorme, que se hacía cada vez más fuerte.   

Un soplo fuerte de aire, como el estornudo de un enorme toro, se metió por la ventana del cuarto, haciendo rebotar con estruendo las puertas batientes de la misma contra la pared. El cristal de una de ellas se reventó causando un escándalo de vidrios rotos brutal que me sacó del Everest y  depositó mi alma sobre aquel cuerpo que estaba tirado boca arriba sobre la cama hedionda a orine de la misma noche.
Se apagó la vela y reinaron las tinieblas. El aire que había entrado al cuarto tenía un olor a animal descomponiéndose, nauseabundo y todo el apartamento se lleno de eso. No había luna en la noche y por la ventana solo se reflejaba el fulgor de faros encendidos en la avenida. Y en el fondo el bullicio del populacho. La gentuza de La Gracia de Dios no podía afrontar un apagón nocturno con madurez dentro de sus casas sino que tenía que convertirlo todo en una excusa para hacer jolgorios, parrilladas o tómbolas a la luz de las velas.

Salí enfurecido hacia la ventana con los ánimos de nombrarles la madre en calidad de mujerzuela a cada uno de los habitantes del pueblo pero me estremecí al ver la cantidad de personas que se agolpaban en la única avenida del pueblo.
La calle estaba repleta, llena de carros en cola tocando corneta y de personas apretujadas que se dirigían a empujones, curiosas y nerviosas, hacia una misma dirección. La plaza central.

Me aclaré la vista, me quite la cal de las narices y sacudí la cabeza para borrar de mi mente los compases que quedaban de “Sail away with de Orinoco Flow”. Algo serio estaba pasando hacia la plaza y desde la única ventana del apartamento no había vista posible hacia ese sitio. Tendría que bajar para saber.

Me giré hacia la cama, la habitación oscurecida y por unos segundos pensé en quedarme en ese sitio, indiferente a lo que estuviese pasando afuera. Quedaban rayas, licor y ganas, y no tenía más que perder luego de que esposa e hija se fuesen al carajo acusándome de drogadicto, alcohólico y hombre violento.
<<Violento yo?, no me jodan ellas. ¿Donde coño está puta la botella que no la veo?>>
.

Me senté en la cama con el cuarto completamente a oscuras. Hurgue las tinieblas con las manos en busca del líquido pero ya no estaba sobre la mesita de noche. Molesto, tanteando aún más, pasé las manos rápido sobre el cristal de rayas y me hice un corte largo sobre la palma derecha, mientras que la izquierda se me llenó de una polvareda blanca que al sacudirla impregnó toda la habitación de hedor a coca.

Me levante con furia de la cama y lancé una patada medida hacia la mesita de noche, pero mi pie se topó primero con la botella de vodka que yacía en el piso luego del soplo de aire sucio que había entrado por la ventana minutos antes. El resultado fue un estallido de vidrios desde la pared de la cama que me cortó el rostro en dos lugares, haciéndome dos rayas largas de sangre: una sobre la ceja izquierda y otra en la mejilla derecha. Un fragmento de astilla de cristal se me clavó en el torso y el pico de la botella, que quedó intacto, se me incrustó en el muslo derecho. En añadido, dos dedos del pie derecho parecían estar fracturados.

Caí de cubito dorsal en la alfombra meada y grité por largos minutos. Era una alfombra que en principio era de color beige, con el paso de las noches tornó a mostaza, y hoy finalmente se tornaba de un rojizo negruzco. Tenía la cara sobre la tela de la alfombra y sentí algo de su calidez mientras, con la única mano sana, me sacaba el pedazo de cuello de botella del muslo.

Maldije mi suerte varias veces, pero se interrumpía con voces de gente abajo, que en gritos ahogados decían cosas como <<Por Dios, que es eso?>>, <<Miren allá arriba, Dios nos ampare>>. 

A duras penas, con gritos de dolor y rabia, me repuse hasta sentarme en la cama de nuevo, en la oscuridad. Me toqué la frente con la mano de cal y palpé el largo corte sobre la ceja, y por el ardor del sudor sobre la mejilla percibí el tamaño del otro corte en mi rostro. Parecía que había tenido un combate con un gato montés, y lo había perdido en el primer round.

El resto del cuerpo no estaba mejor, el torso me ardía por la izquierda y el muslo necesitaba gasa o algo que detuviera el sangrado. Mire los dedos de mi pie derecho y comprobé que efectivamente estaban fracturados el del medio y el de al lado, cerca del meñique. El dedo gordo, el que le sigue y el del medio, miraban hacia un lado y los demás hacia otro formando una V en el sitio donde había impactado la botella. No había más que hacer. Tenia que salir a una clínica a verme todo aquello.

En la oscuridad tardé casi 20 minutos en conseguir toda mi ropa. La única prenda que cargaba encima, un interior, yacía ahora sudado y ensangrentado en el lavamanos del baño.

Vestido ya con un jean azul desgastado y un guardacamisas, tomé una camiseta blanca con rayas rojas y me la puse abierta para salir. El bullicio afuera se había vuelto escándalo de gente gritando, mujeres llorando y clamando al cielo. Los niños también lloraban, y era lo más lamentable que se escuchaba desde la calle.

Por la ventana la cola de carros y personas se perdía de vista en dirección hacia la plaza y solo los faros de los vehículos iluminaban la calle.

Miré al cielo y no recuerdo haber visto tantas estrellas juntas desde que fui con mi hija, cuando tenía tres años, de vacaciones a una sabana donde la única luz nocturna provenía de la luna o las estrellas. Eran incontables puntos fulgurantes sobre un manto negro, a simple vista.  Las enormes esferas de luz a millones de años luz que ahí estaban dispuestas como una pintura, mostraban el retrato de lo que somos nosotros para el universo. Diminutos, insignificantes. Pero ahí, en esa posición diminuta y simple como ser humano ante el cosmos, no pude evitar sentirme enorme, grande, y feliz, junto a mi hija.

Esta noche era igual a aquella en la que fui feliz. Pero había algo que enturbiaba la experiencia. Esta vez el aire no era puro. Cuando aspiré el aire fuera de la ventana de mi departamento me di cuenta que el olor nauseabundo que había entrado a mi cuarto estaba en todo el ambiente, esparcido por todo el pueblo. Olía a brasas, a carne muerta, putrefacta en brasas.        

Sentí nauseas, asco y vomité por la ventana. Un soplo de pánico inexplicable se metió en mi pecho y me hizo retroceder hacia dentro en el cuarto, haciéndome caer sobre la cama y sumergiéndome otra vez en la oscuridad de la alcoba.

Tampoco podía soportar eso. La oscuridad había tomado otra apariencia bajo el manto del hedor a muerte que llenaba el cuarto. Sentí terror de estar ahí dentro.

Encendí un fósforo que me reveló el contenido del cuarto durante pocos segundos. La cama con trazas de orine y sangre. La alfombra repleta de astillas de vidrio. Un cristal roto al pie de la mesa de noche. En el baño, un interior aún húmedo destilando sangre hacia el centro del lavamanos.

Un soplo de viento repentino azotó las puertas de la ventana y se metió en el cuarto, apagando el fósforo de mi mano instantáneamente. Aquel olor a podrido se metió en mi nariz con la misma intensidad que un jalón de coca.

<<Es hora de que veas a donde vas>>. Senti una voz salir desde lo mas profundo de mi cabeza. Sin pensar más, salí a toda prisa, renqueando, del departamento hacia la calle.    
2
Apenas al salir de la puerta del edificio, una turba de personas me arrastró como una locomotora en dirección hacia la plaza y me hizo sufrir enormemente de las heridas que me había auto-inflingido. Eran tantas personas que no podían moverse por la falta de espacio pero es seguro que de tenerlo lo hubiesen aprovechado para llevarse a cualquiera por delante. Hombres, mujeres y niños empujaban con igual fuerza y en igual medida un solo sentir que se dibujaba en sus rostros: miedo.
    - ¿Que es lo que está pasando? – grité a todo pulmón
    -   ¡Es el Fin! – contestó alguien tras de mi en la turba-
      - ¿El fin de que?
-   ¡De la humanidad, el juicio final! – gritó llorando otra persona entre la gente.

En el arrastre de la turba empecé a ver a viejas sesentonas aferradas a rosarios y crucifijos que recibían codazos de jovencitos vestidos de púrpura del Nazareno, y estos a su vez eran apresurados a golpes por mujeres mal vestidas que estaban aferradas a una Biblia del tamaño de su vientre. Afiches del Papa Juan Pablo II abundaban entre el tumulto y por momentos sentí que la muchedumbre se asemejaba a aquella que espera la presentación de un artista famoso ante una tarima. La gente estaba eufórica, pero en este caso les embargaba el miedo absolutamente a todos. Y aparentemente la gente no buscaba satisfacción sino algo más delicado. Perdón.

-   Señor ten piedad!! – gritó una señora con una estampita de Francisca Duarte en la mano.

-   “Hágase tu voluntad aquí en la tierra como en el cielo” – gritó otro señor mayor con mas serenidad.

-   ¿Pero por qué vamos a la plaza? – grité yo

-   Porque es ahí donde vendrá! – respondió un tipo a mi lado

-   ¿Vendrá quien?

-   ¡EL MESIAS, Cristo una vez más! – gritó una señora animando a la muchedumbre

-   ¡Alabado sea nuestro señor Jesucristo! – grito un montón de gente a coro, remarcando las palabras como si intentaran creérselo.

No respondí. Solo me dejé llevar empujado por la gente mientras respiraba mareado el olor intenso a descomposición de la carne que inundaba la calle.

Cuando llegamos a la plaza el sitio estaba iluminado con antorchas en los cuatro costados, como los antiguos templos, y estaba inundado de gente por doquier, en las banquetas, en las áreas verdes y encaramada en los anuncios publicitarios. Al entrar a la plaza, la turba que me había empujado desde mi edificio hasta ahí se dispersó en todas direcciones como si supiesen hacia donde iban.

Varios de ellos se refugiaron en la única capilla cercana a la plaza central. Otros se sentaron cerca del centro en una congregación liderada por un hombre de aspecto muy arreglado con Biblia en mano y que hacía ademanes agresivos con los brazos que parecían una reprimenda. Al acercarme mas a ellos pude darme cuenta de que estaba predicando y hablando de las bondades del señor Jesucristo y la Salvación inminente que le esperaría a quien creyese en él.

Había tarantines desplegados por el perímetro de la plaza en donde un grupo de jóvenes vendía improvisadamente en una mesa, figuras de santos y vírgenes, que desaparecían de la misma más rápido de lo que les tomaba ordenarlas allí para la venta.

Y oraciones. Los grupos de oración estaban agolpados en cualquier espacio disponible de la plaza, hacían rezos, recitaban salmos y contaban rosarios en un cántico tan tenue como un susurro, pero constante como el zumbido de un poste de iluminación encendido durante la noche.

Empecé a caminar entre la gente buscando espacio y explicaciones a lo que sucedía. Tenía la frente enchumbada en sudor y me ardían las heridas del rostro. La gente que se tomaba la molestia de mirarme a la cara ponía el rostro extrañado como pensando que me había auto-flagelado para la ocasión. Hasta cierto punto tenían razón.

Una vieja muy mayor se me acercó al verme la herida de la mano derecha.

-   ¿eso es un estigma muchacho?

-   ¿Un que?

-   Un estigma. Una marca de santidad – replicó extrañada de mi duda.

-   Ah esto?, no señora, esto fue una cortada que me hice en mi casa con…

-   Que Dios te bendiga muchacho – interrumpió la señora con una sonrisa temerosa y me pasó de lado metiéndose en la muchedumbre

El olor a podrido era intenso, pero pocos parecían verse afectados por él. Hacía frío, más de lo normal y el aire se hacía pesado conforme me acercaba hacia el extremo derecho de la plaza, cerca de un edificio de 5 pisos, que era la única estructura de ese tamaño en las inmediaciones.
En mi periplo hacia el centro de la plaza me tope con un chico de unos 20 años con aspecto normal, sin accesorios religiosos, pancartas o vestimenta especial, que tenía la vista pérdida en un horizonte hacia el cielo.
 
-   Disculpa hermano, ¿Qué es lo que esta pasando aquí con toda esta gente? – pregunté

-   No se amigo, yo no se nada, pero por Dios yo solo quiero saber qué es eso allá arriba – respondió con voz temblorosa señalando con su dedo hacia el edificio de 5 pisos al lado de la plaza - ¿Qué carajo es eso?

Miré hacia donde apuntaba y contemplé estupefacto, que desde el balcón de un apartamento del piso cuatro del edificio, salía una figura de aspecto circular, de al menos 3 metros de diámetro, oscura como el azabache, que giraba intensamente alrededor de un eje central, haciendo un vórtice como un agujero de gusano que se metía hacia dentro de uno de los apartamentos.

-   ¿Qué coño es eso? – pregunte con un hilo de voz y un escalofrío metido en el pecho

-   Parece una de esas cosas que se ven solo en el espacio.

-   Un agujero negro – respondí sin creerme cada palabra - .Es imposible.


El vórtice negro giraba haciendo estelas de luz púrpura en sus bordes y emitía un sonido idéntico al que hacen las copas de vidrio cuando un dedo mojado en agua se desliza por sus bordes.
Tras de mi la gente se empezaba a arrodillar y se escuchaban gritos implorando el perdón del altísimo.
El balcón del apartamento hacia donde se sumergía el fondo del agujero negro, lucía descuidado, tenía unas barandas protectoras de metal desgastadas por oxido, y habían materos en las esquinas con plantas muertas. Los vidrios del apartamento estaban rotos y estaba oscuro como el resto del pueblo, pero desde el interior se podía ver que había actividad por el destello intermitente de luz blanca que resplandecía desde las ventanas.

Con cada flash de luz que salía del apartamento o destello del vórtice, la muchedumbre jadeaba exaltada entre gritos ahogados de <<Gloria a Dios>> y <<Perdónanos Señor>>

-   ¿Quién vive ahí? – pregunté al chico

-   Dijeron que una mujer llamada Laura. Una chica de unos 25 años, alcohólica y drogadicta que estaba embarazada y que tiene una historia que extrañó a todo el mundo porque su embarazo duro más de 9 meses. Todos en este lugar creen que esa mujer esta allá arriba dando a luz – respondió para luego ver mis heridas del rostro – Amigo, ¿Qué le paso?

-   Unas cortadas con vidrio – respondí con desden - ¿es alcohólica y drogadicta?

-   Si pero la gente aún cree que Dios puede obrar de formas misteriosas y una de ellas es creer que una mujer viciada hasta los tuétanos lleve en su vientre por más de doce meses el ser que significaría la segunda venida de Cristo.


El vórtice agrandó su diámetro en un metro y medio, emitiendo un sonido grave y penetrante, igual al de un corno ingles hecho sonar con la boca de salida puesta contra el suelo, que hizo vibrar el suelo bajo nuestros pies, extendiéndose por todo el pueblo y más allá.
El temblor del suelo hizo caer de rodillas a decenas de personas bañadas en lágrimas, y algunas de las que estaban más apartadas de la plaza salieron corriendo lejos de allí. Las personas en los automóviles empezaron a bajarse.
El pánico se hizo mi dueño y no pude decir más. El chico aterrorizado por el estruendo solo pudo verme a los ojos unos segundos y salió corriendo lejos de la plaza como algunos otros. La mayoría permanecía firme en su sitio.
Por primera vez en años pensé en mi hija. En donde estaría y qué estaría haciendo en ese momento. Pensé de nuevo en nuestra aventura en la sabana y en el cielo estrellado. Miré hacia arriba como buscando algo familiar que me acompañara y allí seguían pintadas el millón de perlas brillantes del cosmos.
Una gritería histérica de la muchedumbre me hizo salir del trance, que me hizo ver rápidamente hacia el apartamento de donde salía el vórtice. De los laterales de la puerta del balcón y de las ventanas de los cuartos empezaron a salir lentamente raíces negras en todas las direcciones aferrándose como enredaderas a todo lo que tuviesen cerca.
Sentí el inminente final de todo con la misma intensidad y pánico que las cientos de personas amontonadas en la plaza. La imploración por el perdón de los cielos se hizo eco al unísono en todas las personas.
La pestilencia resopló con furia desde el vórtice negro y agrandó una vez más su diámetro en dos metros, acompañado del infrasonido del más grande corno inglés jamás escuchado.
El retumbar del suelo me obligó a aferrarme a cualquier cosa que tuviese cerca, mientras veía a las personas vomitando, ahogadas por el olor a muerte. Me aposté contra un poste de luz de la plaza y vi la multitud de personas salir espantada de la única capilla cerca. Las figuras de yeso con santos, vírgenes y ánimas estallaron en mil pedazos con el rugido del corno. Y los pastores junto a sus feligreses cerraron sus libros santos para esperar un final jamás escrito de esta forma.
Las raíces negras del vórtice se extendieron un piso más abajo y se amarraron de pórticos, ventanas y salientes como una boa constrictor a su presa. El brillo púrpura de los bordes del agujero negro se acrecentaba y giraban hacia el fondo del embudo dentro del apartamento. La segunda venida anunciada del mesias ya significaba para todos el fin de sus días.

La multitud de la plaza esperó lo que vendría y yo, abrazado al poste, cerré los ojos, inspiré y expiré una bocanada de aire turbio por la boca para no sentir la putrefacción, y luego volví a mirar hacia el cielo y las estrellas.
Los millones de puntos blancos que adornaban la oscuridad del cielo, de repente bajaron a velocidad supersónica en dirección hacia la tierra, como si la cúpula celeste fuese una plancha aplanadora que aplastaría todo lo que estaba en tierra. Mis ojos no daban crédito a lo que veían, y todos los que pudieron ver el descenso de las estrellas hacia la tierra gritaron aterrorizados.
Yo, al ver el universo venir directamente hacia mí, cerré los ojos y me aferré con fuerza al poste entregándome por completo a mi destino.
Un flash tan intenso como el brillo del sol fulminó la plaza, acompañado de un último estruendo del corno inglés proveniente del vórtice. Todo ser humano cerca calló de bruces al suelo.
Luego de unos segundos, abrí los ojos y lo primero que vi fue la grama de la plaza. Lo primero que escuché fue el continuo silbido de los bordes del vórtice, como los bordes de una copa frotada con dedos húmedos. Me incorporé difícilmente, herido por mis propias heridas y me puse de pie. Vi hacia arriba y ahí estaba aún el agujero negro y los brillos de luz dentro del apartamento.
Miré hacia el cielo. La cúpula celeste entera, subió desde la tierra nuevamente como la aplanadora que vuelve a su sitio a una velocidad sorprendente y se ubicó nuevamente en el firmamento del cielo nocturno.
Baje la vista hacia la plaza y había gente levantándose como yo del suelo, pero ya no era la muchedumbre que había segundos antes.
Para ser más precisos, en realidad al menos la mitad de las personas que habían colmado la plaza ya no estaban ahí.
Intrigado miré hacia todas partes. El pastor cristiano seguía ahí, pero casi todos sus feligreses no estaban. Muchos niños y ancianos vestidos de nazareno estaban ahí pero otros no y solo quedaban sus ropajes púrpuras. La anciana con la estampita de Francisca Duarte estaba parada en el centro de la plaza con la mano en alto pero sin la estampa en la mano.
Los vendedores de imágenes estaban tirados sobre la grama de la plaza y mujeres vestidas con faldas largas estaban llorando cerca de ellos.
La anciana que me bendijo por mis falsos estigmas estaba a pocos metros de mí, mirándome con horror y lagrimas en los ojos. El chico que me había hablado y luego había salido corriendo de la plaza, podía verse en el lado opuesto, desconcertado como muchos otros.
Montones de personas empezaron a gritar por sus hijos, padres, madres, abuelos que habían desaparecido de la plaza, como al final de una catástrofe, pero un crujido grueso de las paredes del edificio donde estaba el vórtice negro hizo que todos volvieran en sí y se dieran cuenta de que todo seguía igual.
Los brazos negros del vórtice bajaron aún más hacia los pisos inferiores y nuevamente resopló hedor a muerte con el bajo rugido del corno.
La plaza y el pueblo se hicieron presa del caos en la oscuridad. La multitud formada por todos los que quedaron empezó a huir lejos del edificio y de la plaza en todas direcciones, hacia las tiendas, hacia las casas y por las calles, hacia los autos que ya no encenderían nunca más.
Me desprendí del poste y empecé a caminar a todo lo que daban mis dedos fracturados del pie, buscando refugio lejos del agujero negro y de aquello que estaba por dar a luz. Atravesé la avenida cojeando, con la cara ensangrentada por las heridas del rostro, pisando restos de ropa y zapatos, fragmentos de figuras de yeso, pancartas, estampas y Biblias rotas. Evadiendo autos abandonados y gente en pánico que rompía las ventanas de las tiendas para sacar consumibles no perecederos.
<<Como si aquello los fuese a salvar>>. Caminé algunos metros más de la avenida a paso lento, siendo empujado por hombres, mujeres y ancianos. Uno de ellos me golpeó por la izquierda con el codo, resintiendo la herida de mi torso y haciéndome caer de rodillas.
En el suelo, con cabeza baja y la mirada sobre el concreto de la acera, escuchaba los gritos de todos los que me seguían pasando de lado. De mi camisa rasgada cayó la caja de fósforos que habían encendido la vela de mi cuarto horas antes y que había iluminado una noche desenfrenada de licor y drogas, entre los riscos de los alpes suizos y las aspas estáticas del ventilador de techo de la alcoba.
La sangre de la cortada sobre mi ceja manchó el concreto y la caja de fósforos.        
<<Es hora de que veas a donde vas>>. Lo escuché una vez más.
Me sacudi la cara con la manga de la camisa, me puse de pie, me di la vuelta y regresé cojeando a duras penas hacia mi apartamento.

招待状 (La Invitación)

Por: Jesus David Guerra

Un paso adelante, me detengo, dos atrás, lo pienso. Un paso adelante. Volteo y miro hacia atrás para contemplar el sendero que queda tras de mi. Son los vestigios de un camino de tierra, árido, polvoriento; cubierto casi por completo en esta época por la inmensa cantidad de hojas secas caídas de los árboles que lo escoltan.

Grandes y antiguos cedros de enormes ramas como brazos, amontonados a lo largo de la vereda. El bosque respira conmigo. Bocanadas de aire, sacudida del viento que con cada inhalación hace caer las pocas hojas que penden de sus ramas. Observo absorto la nevada de vegetación muerta que cae a los pies del camino, a mis pies.

Pienso en ella, en Amanda, en su cabello largo y liso, negro como la noche, hondeado por el viento; que en su rebeldía deja ver su rostro, y la sonrisa a media luna dibujada en su cara que me invita a amarla por siempre, y a seguirle.

Creo ver su imagen a lo lejos, detrás de aquellos arbustos tras la espesa neblina que empieza a bajar al final de la fría tarde. Sí, esta justo detrás, sonriendo, encantada al fin de verme ahí. Doy varios pasos en su dirección, camino hacia ella, con el crujir de la hojarasca seca bajo mis pies. Lentamente, deseando alcanzarle, pero a la vez queriendo tenerle siempre ahí, frente a mí.

Un paso adelante, me detengo, dos atrás, lo pienso.

Súbitamente ya es de noche. Miro alrededor en busca de vida, de alguien, de Amanda. No está. Tras de mi se ha borrado el camino. Estoy en medio de un bosque repleto de árboles altos de troncos enormes y raíces salvajes que sobresalen del suelo marchito. Casi no es posible caminar pues las raíces lo cubren todo. Se entrelazan, se prensan, se estrangulan conformando formas fantasmales que solo la mente humana puede discernir. Camino cautamente entre las raíces para cruzar al otro lado de una enredadera entre dos árboles pero la estrechez no me deja pasar, y quedo atrapado por el cuello entre las ramas de la enredadera. Un grito ahogado seguido por los jadeos de mi respiración acelerada son los únicos sonidos que emanan del bosque. Luego silencio.

Mi vista se nubla, y todo se distorsiona. En mi mayor lucha por zafarme de las ramas, más resistencia tengo de ellas, y su presión recrudece sobre mi garganta. Falta de oxigeno. No puedo respirar. De repente, frente a mí a pocos metros, en el umbral de la oscuridad del bosque, logro ver con mis ojos casi cerrados por la asfixia, la imagen de Amanda, igual que antes, bella, con la mirada tímida bajo estelas de su abundante cabello negro. Su sonrisa cómplice me inyecta la voluntad para resistir y la fuerza para intentar liberarme. El amor de Amanda, mi amor por ella, la fuerza más allá de lo posible. La sacudida de la enredadera al zafarme produjo un estruendo que se proyectó en todas las direcciones del bosque como el sonido seco de un látigo, amplificado a la enésima potencia. Libre.Era la prueba de que el amor todo lo puede.

Ya liberado, pude contemplar a Amanda en todo su esplendor, ni tan lejos, ni tan cerca, pero lo suficiente para admirar la calidez de su blanca piel, el doblez cautivador de sus labios, y el brillo inagotable de sus ojos negros bajo luz de la luna que se desliza entre los cedros.

Luego de eso, el silencio.

Un paso adelante, me detengo, dos atrás, y lo pienso.

Ante mi la inmensidad del bosque, el enigma de por qué estoy allí, no lo recuerdo, y de nuevo la ausencia de Amanda. Perseguido por un sonido tras de mi que con cada respiración que doy se hace más fuerte. La sacudida de las enredaderas, el látigo estallando en la oscuridad, el sonido de mi libertad convertido en un tormento. Acelerando mí caminar para salir del bosque, solo consigo que con cada paso que doy se reproduzca como un trueno el batir del látigo. Tiene que parar, tengo que parar.

Rostros difusos tras las sombras empiezan a aparecer. Sus miradas me perforan la piel cual cuchillos, y siento las ansias desenfrenadas de apagar una por una las luces de todos esos ojos que se han posado sobre mi. De pronto, todo el bosque a mi alrededor se ha llenado de ojos luminosos, sombras quietas, estáticas que no están ahí para actuar, sino para contemplar.

Alejarme de ellas es imposible pues están en todas partes. Camino intentando ignorarlas, en busca de mi amada, revisando cada espacio del bosque, cada roca, cada árbol, cada cuerpo.

Cada cuerpo…

El horror me abraza y el frío del bosque finalmente se mete dentro de mí. Pongo mis manos al frente para darme cuenta de que están llenas de sangre, una sangre que no es la mía. Miro a mi alrededor y todas las luces de los rostros del bosque se apagan mostrándome al fin a los espectadores de mi periplo. Decenas, centenares de cuerpos colgando de las ramas de los árboles, ahorcados, estrangulados, mutilados, destilando sangre negra, marchita, sangre que como una nevada de muerte cae a los pies del camino, a mis pies. Y tras de mi, la invitación.
El cuerpo descompuesto de Amanda cuelga de un gran árbol, estrangulado, y su rebelde cabello largo y negro cubre la mayor parte de su rostro, solo dejando ver el resplandeciente brillo de la luna en uno de sus ojos, y la sonrisa ensangrentada en sus labios; aquella que me convida a ser libre. Mirándola fijamente me doy cuenta de que está encantada al fin de verme ahí.

Sobre la rama de un árbol, doy un paso adelante, me detengo, dos atrás, y lo pienso por ultima vez. Pienso en Amanda, quien ahora me observa desde abajo, delicadamente recostada al pie de un árbol, esperando a que me acerque una vez más a ella. Respiro bocanadas de aire de un bosque que hiede a muerte y de una vida que hiede a algo mucho peor, pero el amor de Amanda me invita a seguir… sí, es la prueba de que el amor todo lo puede. Un paso adelante…

Mi cuerpo cae de súbito, colgado de la rama en la que estaba de pie. Siento, una vez más sobre mi cuello, el fuerte abrazo de la enredadera y el estruendoso latigazo de la soga de yute al tensarse… el bosque me da la bienvenida y Amanda la libertad.

Finalmente puedo contemplar para siempre a Amanda en todo su esplendor, ni tan lejos, ni tan cerca, pero si lo suficiente como para admirar por toda la eternidad, la palidez de su blanca piel, el doblez cautivador de sus labios, y el brillo inagotable de sus ojos negros, muertos bajo luz de la luna que se desliza entre los cedros.

El Visitante de la Necrópolis

Por: Jesús David Guerra

El aire frío del invierno de una tarde que fenecía un día 23 de diciembre, bajo los árboles del Campo Metropolitano, arropaba mi cabeza intensamente, dejando en mi rostro una imagen pétrea, en la que mis ojos y mis cabellos eran lo único que no era inmóvil dentro de ese lugar de eterno descanso.

Tras de mi estaba el camino empedrado que llevaba cómodamente a los visitantes hacia cada uno de los recintos donde sus allegados, familiares o conocidos, les esperaban en eternidad con su nombre labrado en la piedra. Hoy no era un buen día para visitas. La temperatura estaba por debajo de los -5 grados y había caído una gran nevada la noche anterior que había dejado su marca indeleble sobre el paisaje, así como también la triste tonalidad gris de la niebla que empezó a bajar al comienzo de la tarde.

Estaba de pie frente a una lápida de granito cubierta casi hasta su tope de nieve, que estaba adornada por dos moribundos ramos de rosas que no resistieron el embate de la naturaleza la noche anterior. Hacía frío, mucho frío, y mi gabardina no bastaba para contener la intensidad del aire gélido que daba contra mi cuerpo. Observe hacia ambos lados de mí y note que no más de 10 personas estaban de visita en el cementerio. Todos luchaban por no dejarse amilanar por el clima para quedarse ahí más tiempo, junto a sus seres queridos, pero cualquier tiempo que hubiese disponible siempre sería insuficiente para aquellos que tienen una eternidad por delante frente a  los que tienen el resto de una vida que afrontar.

Yo, en cambio, contemplaba aquella lápida con entereza, con profunda tristeza pero sin doblegarme, como aquellas otras veces lo había hecho, en las vísperas de navidad desde hacía tres años.

En la víspera de aquella fatídica navidad, el trueno de una corneta, el patinar de cuatro llantas, la luz cegadora de dos faroles y el golpe seco de un vehículo descontrolado, marcaron el fin de la vida de mi ser querido. Aquel fue el comienzo de mi sufrimiento, y el principio del fin de mi propia vida. La Muerte de forma atropellada y repentina, en un abrir y cerrar de ojos, me había quitado lo que yo más amaba, a mi ser más preciado. Me había arrebatado la vida en sí misma.
 
Yo le amaba, yo le quería, y jamás me perdoné el dejarle salir esa noche. De haber sido todo distinto, hoy habría estado conmigo en otro lugar, y no a mis pies. Yo habría estado junto a él en otro lugar y no frente a su tumba.

Una señora de mediana edad llegó desde el camino y se aproximó. Me pareció conocida pero no pude recordar donde le había visto. Se detuvo a mi lado y se puso a contemplar la lápida cubierta de nieve. Llevaba un gran ramo de rosas nuevo.

-       Estas son para ti, cariño – dijo mientras se agachaba a colocar las rosas en la base de la lápida.

Me enterneció profundamente el gesto de la señora, que miraba junto a mí la lápida cubierta de nieve y las flores marchitas.

-       Gracias, es un gesto muy amable de su parte – le dije.

-        No hay de qué, cariño – dijo mientras se arrodillaba y sin quitar la vista de la lápida – vamos ahora a quitarte estas flores marchitas y a mandarte a barrer un poco el piso para que no se vea el sitio tan descuidado.

Me quedé observando con ternura a la señora en su labor, tan concentrado en ello que no me percaté de que un señor se había acercado también a nosotros a contemplar el lugar.

-       Buenas tardes - dijo

-       Buenas tardes señor – respondimos la señora y yo casi al unísono

-       Lindas rosas señora –

-       Muchas gracias, bien sabía yo que con la nevada de ayer, las otras flores que le había puesto estarían hoy marchitas.

Comprendí por qué me parecía conocida la señora. La había visto visitar la tumba en los años pasados, sin embargo, no le recordaba porque yo solo visitaba el cementerio en la fecha del aniversario. Yo temía reavivar viejos dolores, culpas y heridas que aún, hasta el día de hoy, no parecían sanar. Deambulé por muchos lados buscando apaciguar mi dolor, pero no fue posible.

-       ¿Le ayudamos a arreglar el sitio? – le pregunté a la señora agachándome

-       No, no no se preocupe – respondió la señora apartando al señor de las rosas que había tocado – de esto me encargo yo. Es mi responsabilidad y puedo hacerlo sola. Gracias.

-       Muy bien, no se preocupe – respondió reincorporándose

-       Solo queríamos ayudar – dije extrañado. 

-       No es necesario, de todos modos gracias. Esto es parte de mi rutina – respondió sin voltear

-       Cosas de la edad – susurró el señor echando una vista al cielo

-       Ni que lo diga – le respondí.

Durante varios minutos ambos observamos a la señora arreglar y colocar las nuevas rosas. Nos arrodillamos a su lado mientras ella mandó a llamar a un jardinero para que limpiase los restos de nieve de la lápida y del suelo de la tumba. La oscuridad de la noche había cubierto ya al cementerio, y unas pequeñas lámparas colocadas a ambos lados del camino empedrado, se encendieron para dar luz a los visitantes.

-       ¿Cuánto tiempo tiene aquí su familiar? – preguntó el señor

-       Tres años – le respondí

-       Hoy se cumplen los tres años de aquel accidente – dijo la señora

-       ¿Falleció en un accidente?

-       Sí, señor, muy trágico. Un accidente de tránsito. Lo atropelló un autobús. – respondió acongojada.

-       Lo más triste es que haya sucedido en vísperas de Navidad – le dije

-       Dios, y justo antes de la Navidad, es una pena de verdad – respondió el señor

-       Si, mucha pena, muchísimo dolor – respondió la señora gimiendo levemente y girándose hacia nosotros – Dios, qué mala educación la mía. Me llamo Martha.

-       José, mi señora, José Garcés para servirle – contestó el hombre

-       Federico Alberti, señora, mucho gusto – le respondí.

-       Un placer. Pues sí, toda la familia venía en camino y… - respondió la señora volviendo a mirar la lápida con un nudo en la garganta y el preludio de una lagrima en sus ojos – no entiendo cómo es que…cómo es que.

En ese momento, la señora rompió a llorar desconsoladamente, escondiendo su rostro bajo sus brazos y tapando su cabeza para que no la viésemos sufrir. El sufrimiento de la señora alcanzó la fibra más sensible de mi ser y tuve que retirarme por un segundo y recostar mi cabeza en el tronco de un árbol cercano para tomar aire.

-       Mi señora por favor, ya no deben haber más preguntas – respondió José en tono conciliatorio – ya nuestro finado debe estar en paz con el señor.

-       ¿Será eso posible? – refutó la señora llorando – ¿será posible que en verdad él esté con nuestro señor?

-       Por supuesto Martha – respondí desde el árbol y acercándome nuevamente a la lápida – El fue un buen hombre.

El viento arreciaba con mayor fuerza, y el frío se hacía más intenso, el aire más denso y pesado. La niebla amenazaba con cubrirlo todo penetrando el perímetro de luz que los diminutos faroles del camino dibujaban

-       Estoy seguro que nuestro Señor Jesús lo tiene en su Gloria, y todos sus pecados han sido perdonados, como debe ser – respondió también José

-       ¿A pesar de cómo sucedieron las cosas? – sollozó terriblemente la señora tomando de las manos a José quien, arrodillado junto a ella, le sostenía para que no se derrumbara.

-       Martha, debe usted tranquilizarse – le dije – Dios, tiene un plan divino para todos nosotros que…

-       ¿Y cómo sucedieron las cosas Martha?, ¿cómo ha pasado? – interrumpió José 

-       El se suicidó Padre José! – respondió envuelta en lagrimas y gritos de dolor – Él se lanzó justo frente al autobús que venía por la calle. El se mató!

<<Suicidio>>. Eso no era lo que yo recordaba, lo que yo daba por sentado. Me negaba a asumir tal cosa como cierta. Sin embargo, al escucharle, mis ojos se cerraron en un profundo dolor, tan intenso, que una lágrima se derramó por mi mejilla y cayó al suelo de grama, justo detrás de los dos señores.

-       ¿Pero cómo pudo pasar eso? – respondió José consternado – ¿Por qué razón haría él semejante cosa?

-       Su hijo, su hijo murió a principios de ese año de una enfermedad fatal. Leucemia. – respondió Martha en llanto – Él no soportó la pérdida de su único hijo. Abandonó a su familia, esposa, a todos. Y perdió la vida porque no tuvo las respuestas terrenales que buscaba.

Leucemia. Su hijo tenía tan solo 11 años cuando la enfermedad acabó con él. Parte de su vida se había ido con la pérdida de su hijo. Su esposa, incapaz de conectarse nuevamente con él, perdió la batalla para librarle de sus culpas, y tuvo que dejarle para no desvanecerse ella también ante sus propias penurias.

-       Por Dios. – respondió José – Martha, no sé en qué lugar se encuentre él en estos momentos, pero oro con todas mis fuerzas porque allí, donde quiera que esté, encuentre o haya encontrado las respuestas que aquí no encontró.

Los dos señores se hundieron en un llanto mutuo que no pude evitar. Con lágrimas en los ojos, me levante del suelo detrás de ellos y puse mi mano sobre  la cabeza de la señora. Le dije antes de retirarme:

-       Martha estoy seguro de que él, en ese lugar, aún está buscando esas respuestas.

Martha lloró con aún más fuerzas mientras yo empecé a retirarme sin dejar de mirar la lápida y a los dos señores llorar frente a ella, hasta que la niebla no me permitió ver nada más. Me fui, tal cual llegué, de aquel cementerio en el cual yacía mi ser amado y su pequeño hijo, en búsqueda de paz y calma para mi dolor.

El jardinero, con pocos ánimos, se acercó a la pareja de señores para limpiar el suelo de la tumba y su lápida. Los señores se levantaron para permitir el trabajo. El jardinero, con un rastrillo metálico, arrancó de la lápida una capa dura de hielo que tapaba casi todo su frente. Esta se desprendió casi completa dejando limpia la cara frontal de la misma la cual rezaba:

Aquí yacen:

FEDERICO ALBERTI

* 13/10/56        + 23/12/2003

Y

DANIEL J. ALBERTI

* 6/01/1992       + 12/02/2003


“Un Padre amoroso y abnegado. Un hijo maravilloso y valiente. Les amaré por siempre”

 
Recuerdo de su amada esposa/madre

 Martha

“Que sus almas descansen en Paz…”